
Cada botella, como esa foto, se vuelve una cápsula del tiempo. Y una vertical de vinos es como tener sucesivas fotos de diversos momentos y en diferentes años. Y, por más que la persona retratada sea la misma, hay cambios, nada permanece igual.
Lo que hace 10 o 15 años era un consenso aceptado sobre cómo era «un buen vino«, puede que hoy no sea el criterio imperante. Pero así y todo, en una cata vertical, debemos estar abiertos para aceptarlo y hasta revalorizarlo, en función de cómo la «salud» de ese vino llega hasta nuestros días.
Hace 20 años la madera, la concentración y la madurez formaban la trinidad a la que casi ninguna bodega podía renunciar. Mucho ha cambiado desde ese entonces, y muy probablemente sea un estilo totalmente opuesto a un vino reciente, donde se busca que prime más la frescura, la textura y los aromas puros, bien definidos.
Pero, más que juzgar por las elecciones que tomó un enólogo, o las modas o la interpretación que la industria tenía en un momento determinado sobre lo que debía ser un buen vino, a nosotros, como consumidores, nos toca descubrir cómo las herramientas que eligió ese enólogo (momento de cosecha, estilo de vinificación, tipo de guarda, etc) se fusionaron con el clima de esa vendimia y en los terruños de los cuales procedieron las uvas. Y cómo todo ese conjunto de variables llega al día de hoy en forma de cápsula del tiempo.
Empecemos por el final de la historia: la última cosecha, a diferencia de la primera, marca un estilo más motorizado por la frescura, mientras que la madera, si bien ya no tiene uno de los papeles protagónicos, aun conserva su nombre en la marquesina.
Hay una evolución. Pero si la cosecha 2018 miraría a la 2003, se reconocería en ese reflejo, por más que haya habido otros cambios además del uso de la madera o el tiempo de la cosecha, como el origen de las uvas. Y eso tiene que ver con la línea estilística de la bodega, que podrá experimentar variaciones, pero nunca dará bruscos movimientos de timón de un año a otro. Evolución es la palabra clave.
«No somos una bodega péndulo, tenemos consistencia, adaptándonos al consumidor. Me dan miedo los vinos extremos, muy verdes y con poco potencial de guarda, que en dos o tres años cambian radicalmente», aseguró Rabino desde Mendoza.
En el caso de este Cabernet Sauvignon de la línea Ultra, se puede ver cómo los enólogos arrancaron con una mezcla de viñedos de Lunlunta y Perdriel. Ya en 2004, la bodega optó por uvas de Agrelo y en 2015 arrancó la era single vineyard, con foco en Vistalba, que se mantiene hasta hoy en día.
A esto se sumó otro cambio trascendental: las primeras cosechas eran 90% Cabernet Sauvignon y 10% Malbec. Pero Rabino decidió suprimir esta última variedad.
«El Malbec es muy marcador, ‘malbequiza’ al Cabernet Sauvignon, lo endulza un poco y lo hacía pasar de rosca. Por eso, quisimos preservar la tipicidad del Cabernet. Tal vez cuando elaborábamos con uvas de Lunlunta venía bien para el color, pero en Vistalba no se necesita», explicó.
En paralelo, Gustavo Hörmann, gerente de la bodega e ingeniero agrónomo, señaló que el desafío al hacer un vino como estos es no caer en la estandarización, escapando de la sobremadurez, pero siempre sin apurarse, para evitar tener un vino desequilibrado.
Por eso, dar con un Cabernet Sauvignon de clase mundial fue todo un aprendizaje: «Conseguir en Mendoza un Cabernet Sauvignon con tipicidad es difícil, porque las pirazinas se degradan con la insolación. Por eso, ahora hacemos un 20% de cosecha más temprana, para tener un poco más de acidez natural y para lograr esa nota a eucaliputos y pimientos».
¿Y cómo se traduce todo esto en los vinos? Al arrancar por la cosecha 2003 se perciben notas balsámicas, con notas de fruta negra tipo mermelada y algo de tabaco y chocolate. Se lo nota sucroso, con buen músculo, taninos gordos, redondos y dulces. En su medio de boca impacta por su fruta profunda, con una acidez que lo sostiene y le augura más años de vida en botella.
En la añada 2004 de Kaiken Ultra Cabernet Sauvignon se perciben muchas frutas rojas y negras, con especias dulces, junto a toques de cuero y tostados. Sucroso y graso, con taninos que le aportan estructura. Buena acidez, que se sobrepone al dulzor de la madera.
La añada 2015 ya muestra un perfil diferente. Hay preponderancia de frutas negras y se hace más palpable la clásica nota de pimentón, al tiempo que se perciben menos aromas torrefactos. Se lo nota más fluido, sin resignar a su pulso graso. Tiene músculo, pero avanza y se apoya en esa energía ácida que lo vuelve muy bebible.
Finalmente, la cosecha 2018, que está recién saliendo al mercado, se luce con una fruta bien negra y profunda, con toques a especias, pimentón y algo herbal. Se perciben algunas especias dulces pero bien de fondo. Los taninos son amables, se percibe un buen graso y una buena estructura. Es algo refrescante, por su acidez y una suave nota mentolada que queda flotando, pero no pierde la elegancia.
Así, cada botella es una cápsula del tiempo. Pero, a diferencia de una foto, el vino en la botella sigue evolucionando. Por eso, esta misma cata vertical, con estas mismas cosechas, repetida un año después, seguramente contará otra historia. Por la evolución del vino y también por la nuestra.